por Lilly Morgan Vilaró*
El título de esta nota es parte de una de las tantas consignas que andan dando vuelta por las redes sociales, tipo Facebook. Todas hacen referencia a la necesidad de legalizar el aborto para evitar cientos de muertes de mujeres a consecuencia de abortos clandestinos mal realizados. A veces ni siquiera hechos por un médico o un/a partero/a. Si no mueren desangradas en el momento, lo hacen por complicaciones surgidas en el procedimiento. La mayoría, por infecciones ocurridas por la falta de condiciones de higiene necesarias para este tipo de intervención. Y por no animarse a ir a un hospital a atenderse por miedo a que las denuncien. Por supuesto que el porcentaje mayor de esas muertes se da entre la población femenina de menos recursos. O sea, las mujeres pobres. No porque las mujeres ricas o de buenos ingresos económicos no se realicen abortos. Claro que lo hacen. Pero pueden pagar los honorarios de un médico, asegurarse un cuarto limpio, instrumentos ídem y una atención post operatoria comme il faut. Que quiere decir: como se debe. Como la tienen las mujeres como uno. Casi se podría decir que la penalización del aborto es una ley clasista. Porque todo el mundo sabe que las mujeres de todas las clases sociales lo han hecho, lo están haciendo, y lo seguirán haciendo con o sin ley que lo permita. También saben que las que corren más riesgos de muerte son las mujeres de escasos recursos económicos. Es decir, lo que estoy diciendo no es ninguna novedad. Por lo tanto, insisto en decir que la penalización del aborto es casi una ley clasista. Pero digo casi, porque la ley penaliza a todas las mujeres en un principio básico: el derecho a decidir sobre su propio cuerpo. En pleno siglo 21, las mujeres aún no podemos decidir sobre nuestro propio cuerpo. Hasta hace relativamente pocos años, si durante un parto el médico detectaba que corrían peligro las vidas de madre e hijo, y había que decidir sobre a quien salvar, el marido o hasta el propio médico podían decidirlo, sin consultar a la mujer. Y en la mayoría de los casos, se optaba por salvar al hijo por nacer. Postura que avalaban la mayoría de las religiones. Tanto la musulmana como las cristianas. Al igual que hoy día condenan y no permiten los abortos. Y por supuesto, se oponen a la legalización del aborto. Con lo cual se salen de su jurisdicción. Que se lo prohíban a sus feligreses vaya y pase. Si los, y, principalmente, las feligreses lo aceptan y obedecen, es cuestión de ello/as. Pero que traten de imponer sus creencias y reglas a los no creyentes es totalmente improcedente. ¿Y por qué traigo a colación el tema religioso, y particularmente el de la iglesia Católica? Porque es debido a la influencia e injerencia del Vaticano en los asuntos de nuestros países, que el aborto sigue siendo ilegal. Nuestros países, quiere decir Latinoamérica y particularmente Uruguay y Argentina. Que es en donde en estos momentos sus legisladores han empezado a discutir y analizar proyectos de ley que legalicen el aborto. El caso uruguayo es un claro ejemplo de la influencia y presión de la iglesia católica. Un proyecto de ley despenalizando el aborto fue aprobado por la Cámara de Diputados durante la presidencia del frenteamplista Tabaré Vazquez. Tabaré la vetó de inmediato. Por sus creencias religiosas y/o por presiones del Vaticano. Es decir, vetó una ley tomando en cuenta las creencias de una parte de la población y las suyas. Peor aún, aceptó y cumplió con las órdenes dadas por una entidad religiosa que hace años fue separada del estado uruguayo. Más peor aún. Así, mal dicho y peor redactado. El tipo es médico. Sabía muy bien que vetando esa ley le dictaba la sentencia de muerte a cientos de mujeres uruguayas. Que probablemente, venían de estratos sociales pobres. De donde salieron muchos de los votos que lo llevaron a él, representando al Frente Amplio, al poder. El actual presidente uruguayo, Pepe Mujica, ha dicho que de aprobarse una ley que legalice el aborto, él no la vetaría. Bueno, esperemos que cumpla y no se deje presionar por el Vaticano. Y ya que estamos, ni por Sarkozy ni por Cristina. Saltando el charco y habiendo nombrado a la recientemente reelecta al cargo por 54.11% de los votos, doña Cristina Fernández, espero también que ella sepa diferenciar su posición personal a la de su posición como jefa de Estado. Eso es, cuando los legisladores argentinos aprueben un proyecto de ley que despenalice el aborto. Porque no me queda duda que la van a aprobar. Habrá discusiones y peleas fuertes, pero la van a aprobar. Porque los encuestadores dicen que la mayoría de los argentinos está a favor de la despenalización. Cristina ha dicho que no está de acuerdo con la práctica del aborto, pero no ha dejado muy claro si vetará o no, una ley que lo legalice. Acá quiero acotar algo: la mayoría de las mujeres estamos de acuerdo en que no nos gusta el aborto. Lo ideal sería que las mujeres no tuviesen que abortar. Pero lo ideal sería también que las mujeres quedasen embarazadas por decisión propia. No por accidente; o por no poderle decir que no al marido que se niega a usar profiláctico y ellas no están tomando anticonceptivos; no porque el marido o pareja no quiere que usen anticonceptivos porque quieren que queden preñadas. Muchas veces para probar que son machos en un mundo que les ha negado su rol tradicional de “hombre” al darles un salario miserable, al obligarlos a aceptar humillaciones por parte de sus patrones, y a no poder ser los proveedores económicos del sustento de sus familias. Lo único que les queda para demostrar su hombría es tener relaciones sexuales con sus mujeres. Lo único que podrá avalar en su entorno social, que efectivamente, así lo hacen, es el nacimiento de un montón de hijos. No es una deducción o teoría social de mi mente brillante. Lo dijo hace rato otra mente brillante: el sociólogo brasileño Paulo Freire. Me parece oportuno mencionarlo para todos aquellas personas que dicen que las mujeres pobres tienen hijos como conejos porque no les importa nada. Son casi, dicen con desprecio, animalitos reproduciéndose. Bueno, tal vez sería bueno que leyesen un poco a Paulo Freire antes de opinar. Me bajo de la rama y vuelvo a la raíz de este artículo. Legalización del aborto. Legalizar el aborto hasta las 12 semanas de gestación. Nadie habla de abortar a un feto de 7, 8 o 9 meses. Como muestran los afiches de las organizaciones que están en contra de legalizarlo. Un montaje de una foto de una mujer embarazada de casi 7 u 9 meses con un feto completamente formado. Eso no es real. Ni la foto montada ni el espíritu del proyecto que quiere legalizar el aborto. Los detalles y propuestas de la ley los dejo para los especialistas. Yo me limito a repetir lo que dijo otra mente brillante, esta vez argentina: “Con el aborto legal, no habrá ni más ni menos abortos. Habrá menos madres muertas. El resto es educar, no legislar.” Final de un párrafo más largo, a favor de despenalizar el aborto, del doctor Reneé Favaloro. Agrego por mi parte, que como mujer, tengo, o debería tener, todo el derecho a decidir sobre mi cuerpo. Como el resto de las mujeres. De cualquier estrato social y económico. Me gustaría que la iglesia católica, el Vaticano, dirigida por hombres, y que sigue tratando a las mujeres como seres de segunda categoría, se abstuviese de opinar y presionar en las leyes terrenales de los no creyentes. Respeto a lo/as católico/as que no estén de acuerdo con el aborto. Jamás se me ocurriría obligarlas a practicarse uno. Exijo el mismo respeto.
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* La autora es periodista, nacida en Argentina, con amplia trayectoria en radio, televisión y gráfica. Trabajó para BBC de Londres y Naciones Unidas, entre otros importantes medios de comunicación. Es autora del libro "¡Ay mama!, tenés cáncer" (Editorial Santillana, 2008). Actualmente vive en Rocha, Uruguay.
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